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23 de diciembre de 2025

revistaalmas.com

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“Aprender sin Límites”: Una nueva oportunidad y un puente hacia el futuro.

En distintos barrios de Concordia, en salones comunitarios y otros espacios que cada semana se llenaron de nuevas expectativas, se desarrolló el programa municipal de alfabetización “Aprender sin Límites”, impulsado por la Subsecretaría de Educación y Cultura a cargo del Prof. Carlos Gatto y de la subsecretaria de Educación Nélida Amam. Tres veces por semana, jóvenes y adultos que nunca habían podido aprender a leer y escribir —o que, por distintos motivos, habían interrumpido su proceso de lectoescritura— comenzaron a transitar un camino que, silenciosamente, empezó a transformar sus vidas.

Los alfabetizadores en contacto con la gente para invitarlos a asistir a las clases.

Los datos del programa municipal RELEVAR, que recorrió casa por casa para identificar problemas de infraestructura, empleo, salud y educación, revelan una realidad contundente: en Concordia hay alrededor de dos mil personas entre analfabetas puras y funcionales que no estaban recibiendo educación. Si bien existen centros de adultos dependientes del Consejo General de Educación, donde es posible completar los niveles primario y secundario y obtener una certificación, diversas razones —autolimitaciones psicológicas, cognitivas, emocionales, sociales, miedos, exigencias laborales, entre otras— hacen que muchos no lleguen a tomar la decisión de retomar sus estudios.

Con la planilla brindada por el Programa Relevar los agentes fueron al encuentro de los alfabetizandos.

Frente a este escenario, “Aprender sin Límites” propone tender la mano. Busca visibilizar a quienes han quedado al margen, ayudarlos a superar los obstáculos que los frenan y animarlos a reconocerse como personas capaces, con potencial para aprender y avanzar. Y cuando logren confiar nuevamente en sí mismos y deseen continuar, el programa los acompañará para que puedan completar su formación en los centros de adultos y así obtener la certificación que les corresponde.

En el siguiente enlace podemos ver testimonios:

https://www.instagram.com/reel/DR4dDJ2jbKM/?igsh=dnEwZ2Fic2l2ZXJy

Nunca me mandaron a la escuela y no me animaba a ir después de grande porque tenía mucha vergüenza-Leonela, 24 años.

En el salón 11 de Junio, ubicado en el barrio La Viña y Llamarada, Margarita —una alfabetizadora excepcional, profundamente comprometida con su tarea— acompañó a alumnos de todas las edades que llegaban al programa impulsados por motivaciones diversas. A pesar de trabajar con grupos muy heterogéneos, supo reconocer las particularidades de cada estudiante y ofrecer una atención verdaderamente personalizada.

En el salón 11 de junio trabajan sobre recortes para mejorar la motricidad fina.

Con Marcelo Leiva, por ejemplo —un hombre que asiste a la iglesia y cuyo propósito es poder leer la Biblia, contando ya con ciertos conocimientos previos—, Margarita diseñó actividades específicas que fortalecieran aquello que él necesitaba para alcanzar su meta. También preparó materiales adaptados para su esposa, quien nunca había ido a la escuela: si bien había aprendido a leer algunas palabras, aún no sabía escribir, y la docente buscó estrategias para acompañarla paso a paso.

Entre las historias más significativas aparece la de Leonela, una joven de 24 años que jamás había asistido a la escuela y que, gracias al trabajo paciente y estimulante de Margarita, encontró una motivación que transformó su vida cotidiana. En cada visita mostraba con orgullo su cuaderno repleto de prácticas de escritura, su libro de actividades completado con esmero y leía en voz alta para evidenciar, emocionada, sus progresos.
“No sabía escribir mi nombre, ni podía leer carteles”, contó en uno de los encuentros. “Nunca me mandaron a la escuela y después, de grande, no me animé a ir. Tenía miedo de que se burlaran de mí porque no sabía leer ni escribir”.

La práctica constante en el salón del barrio Gerardo Yoya.

En el salón del barrio Gerardo Yoya, la enseñanza a cargo de Roberto también se caracterizó por una dedicación constante y un enfoque personalizado. Sus estudiantes, de entre 50 y 55 años, llegaban con historias de vida marcadas por la falta de oportunidades educativas. Era el caso de Luciana, quien nunca había ido a la escuela, o de Rosa, que relataba: “Éramos nueve hermanos y, cuando falleció papá, mamá nos dio en adopción. Nadie nos mandó a la escuela”.

El esfuerzo para superarse no tiene límites de edad.

En todos estos casos, los entornos familiares inestables, las enfermedades, la baja autoestima y los conflictos emocionales habían dejado huellas profundas. Frente a ello, Roberto procuró que cada clase fuera un espacio de contención, respeto y aprendizaje gradual, adaptado al ritmo de cada uno.

Un año de encuentros y aprendizajes compartidos

Durante el año se realizaron paseos y diversas salidas, en las cuales los alfabetizadores acompañaron a sus alumnos en las actividades organizadas por el programa. Estas propuestas no solo buscaron ofrecer momentos de recreación, sino también fortalecer los vínculos dentro de cada grupo.

La unión de los grupos y un aprendizaje de socialización inolvidable.

A través de caminatas, visitas guiadas y jornadas al aire libre, se promovieron el compañerismo, el disfrute de la naturaleza y la socialización, aspectos que muchas veces se debilitan con el paso del tiempo. Cada salida se convirtió en una oportunidad para compartir experiencias, conocerse mejor y reforzar la confianza, creando un clima de integración que favoreció el proceso de alfabetización y el bienestar emocional de los participantes.

Un paseo por la ciudad con el autobús turístico.

Puertas que se abren en Pompeya Sur

Cintia comenzó su labor en el barrio Pompeya Sur acompañando a Jorge, de 58 años, quien fue su primer alumno y también el primero en confiar plenamente en el proceso. Con el correr de los meses, en junio, se sumaron algunas mujeres cuyas asistencias fueron breves. Más tarde llegaron Pedro y Javier, atraídos por la experiencia positiva de Jorge Boga, cuyo entusiasmo se había vuelto contagioso en el barrio.

Pedro y Jorge concentrados en la tarea.

Pedro, en particular, carga con una historia pesada. Proviene de una infancia difícil y su vida adulta había transcurre entre trabajos rurales duros: manejo de carros, cría de gallinas y otros animales, jornadas largas y silenciosas. A sus 40 años, sin embargo, comenzó a descubrir algo nuevo: la posibilidad real de superarse. En cada clase, su mirada se iluminaba con una mezcla de curiosidad, desafío y esperanza.

La charla y el buen clima de aprendizaje.

Ese despertar no fue casual. Fue la consecuencia directa del acompañamiento cercano de Cintia, de su forma cálida de motivar y del estímulo afectuoso que les ofrecía. Tanto así que Pedro, impulsado por la confianza recuperada, se animó incluso a participar en un programa radial, un espacio que jamás habría imaginado para sí.

Cintia y sus alumnos en la última jornada de trabajo.

Aunque enfrenta dificultades cognoscitivas —sobre todo en la retención de datos— y requiere mucha ejercitación, Pedro compensa cualquier obstáculo con una voluntad admirable. Cada avance, por pequeño que sea, lo encara con una determinación que habla tanto de su fortaleza como de la importancia que tuvo, en su camino, la mano paciente y firme de Cintia.

Aprender entre obstáculos: La constancia en La Arrocera

Rosa llevó adelante su tarea con una paciencia inquebrantable en el barrio La Arrocera, un lugar atravesado por un contexto adverso que, muchas veces, ponía a prueba la continuidad y la calidad del proceso educativo. Hubo días en que las clases no pudieron realizarse: el clima, la inseguridad y otras contingencias interrumpían los encuentros y obligaban a reorganizarse una y otra vez. Sin embargo, ni Rosa ni sus alumnos se dejaron vencer.

Rosa con dos de sus alumnas en una de las últimas actividades

A pesar de las dificultades, los alfabetizandos avanzaron con perseverancia, trabajando con dedicación tanto en los libros de alfabetización como en sus cuadernos personales. Cada ejercicio se convirtió en un pequeño logro, cada palabra escrita un paso firme hacia adelante.

La voluntad de aprender en un día frío.

Algunos estudiantes mostraron progresos visibles: Ramona Rollin, quien pese a sus problemas de visión —para lo cual recibió anteojos— logró leer textos simples,  reconocer números y realizar cálculos; o Luján Verónica Vidal, que avanzó con entusiasmo. En cambio, Daniel Quintero y Agostina Salas encontraron mayores obstáculos en la lectoescritura y la numeración básica. No obstante, su constancia y esfuerzo diario les permitieron, lentamente, superar esas barreras.

En La Arrocera, cada letra aprendida fue también un acto de resistencia y esperanza.

La dedicación de Norma en salón de “Colores Satelitales”

El desempeño de Norma en el salón Colores Satelitales, del barrio La Bianca, ha sido verdaderamente admirable. Con un compromiso constante y una mirada profundamente humana, realizó un análisis minucioso del proceso de aprendizaje de cada uno de sus alumnos, atendiendo no solo a los avances cognitivos, sino también a las dificultades neurológicas, ambientales, emocionales (secuelas de duras infancias vividas de violencia o abandono)  y de salud que influyen en su desarrollo. Su observación detallada permitió identificar con precisión las problemáticas vinculadas a dificultades específicas de aprendizaje en diversas áreas.

Los alfabetizandos atentos en el salón de Colores Satelitales.

Con paciencia y constancia, Norma impulsó un progreso notorio y sostenido en todos sus estudiantes. Logró despertar en ellos un entusiasmo genuino: en cada visita, era evidente cómo trabajaban concentrados, motivados, respetando su propio ritmo y celebrando cada logro, por pequeño que fuera.

Reconocimientos por el empeño, el esfuerzo, la dedicación y la buena asistencia.

Entre todo el trabajo significativo que llevó adelante, se destaca especialmente el acompañamiento a quienes nunca habían asistido a la escuela. Delia Luna, de 65 años, y María Eugenia Fernández, de 37, iniciaron su proceso desde cero. Cerca de fin de año, María Eugenia expresó con emoción: “Hoy puedo escribir y leer mi nombre y mi número de documento; ya no paso vergüenza.”

Delia Luna y María Eugenia Fernández en la actividad de cierre del año 2025.

La tarea transformadora más allá de los obstáculos

En el grupo de Franco, que asistió al merendero “ El cambacito” en el barrio Islas Malvinas conviven historias intensas que exigen una atención sensible y un acompañamiento constante.

El clima de alegría hace que el aprendizaje sea más fácil.

Una de ellas es la de Eugenia Galván, una joven hipoacúsica que asiste a las clases acompañada por su madre. Aunque logró acceder a audífonos, actualmente se rehúsa a utilizarlos porque su novio le asegura que le “hacen mal a la cabeza”, una creencia que no solo afecta su proceso educativo, sino que también complejiza la tarea del docente, quien debe sortear estas barreras para sostener su aprendizaje.

El trabajo de práctica y la escucha atenta del docente.

También está Mirta Hieden, cuyo propósito es fortalecer su práctica lectora. Tras un hecho de violencia que le dejó una bala alojada en la garganta, confía en que la lectura la ayudará a mejorar su voz. Franco acompaña de cerca este proceso, evaluando con cuidado cómo evoluciona y de qué manera la lectoescritura puede convertirse en una herramienta terapéutica y de recuperación.

En el Cambacito, las alumnas concentradas en las consignas que deben realizar.

Con dedicación minuciosa, Franco realizó un análisis detallado del proceso de aprendizaje de cada alfabetizando y del predominio de ciertas problemáticas en el grupo: dificultades neurológicas —como la pérdida de memoria en algunos casos—; condicionamientos ambientales —adicciones y limitaciones económicas—; factores emocionales —especialmente la baja autoestima—; y situaciones de salud que inciden directamente en el desempeño. A ello se suman problemáticas específicas en distintas áreas, que él aborda con paciencia y constancia.

“A mi nieta le gusta  mirar lo que hago en el cuaderno”-Beatriz Piriz, 67 años.

Carlos dictó clases durante todo el año en el barrio José Hernández, en el salón “Macho Merlo”, donde acompañó el proceso de aprendizaje de tres mujeres cuyos recorridos, distintos entre sí, confluyeron en el mismo deseo: superarse.

El salón del barrio José Hernández.

Dos de ellas asistieron con regularidad. La tercera, Lorena Gauna, de 37 años, tuvo varias inasistencias debido a problemas de salud y situaciones familiares —vive con su esposo e hijos—. A pesar de presentar dificultades en la expresión oral, lo que también repercute en su lectura, Lorena se esfuerza por avanzar, decidida a demostrarles a sus hijos que ella también puede. Carga con una infancia atravesada por la violencia, pero aun así enfrenta cada actividad con voluntad y un deseo profundo de progresar en lectoescritura y cálculo.

Lorena Gauna y Beatriz Piriz escuchando la clase.

Otra de las estudiantes es Beatriz Piriz, de 67 años, una mujer de entusiasmo contagioso. Aprende con alegría y suele contar, con una sonrisa, que “a mi nieta le gusta mirar lo que hago en el cuaderno”. En su niñez, sus padres solo le permitieron concurrir unos meses a primer grado, lo que interrumpió por completo su alfabetización. Hoy, su principal motivación es apoyar a su hija en el kiosco familiar, que atiende todos los días, y para ello considera fundamental mejorar su lectura, escritura y cálculo.

Carlos Capri junto a sus alumnas.

Finalmente, Graciela Roldán, de 69 años, participa con el objetivo de afianzar los conocimientos que adquirió en la infancia, ya que en su caso la alfabetización fue normal. Para ella, el salón también es un espacio de encuentro: necesita conversar, vincularse, sentirse parte. No es casual que alguna vez haya tenido su propio programa radial, donde la palabra era puente y compañía.

Aprender, crecer y encontrar en la educación un camino posible, incluso cuando la vida ha sido difícil o los años ya pesan menos que los sueños

Entre calles de barro y ganas de aprender

En el barrio Asentamiento de La Bianca, en pleno corazón de un entramado de casillas frágiles, casas de material rudimentarias y pasillos de tierra que se vuelven ríos cuando llueve, Silvia llevó adelante sus clases con puntualidad y empeño durante todo el año. El entorno, marcado por una profunda vulnerabilidad social, imponía desafíos constantes: en los días de temporal, las calles quedaban prácticamente intransitables, dificultando —o directamente impidiendo— que la docente y los alumnos pudieran encontrarse.

El primer espacio en el que trabajaron los alfabetizandos y la alfabetizadora en el asentamiento del barrio La Bianca.

Sin embargo, la voluntad pudo más que los obstáculos. En la casa de Rosa —anfitriona y alumna— la palabra escrita empezó a manifestarse con fuerza. Rosa avanzó de manera notable: hoy lee y escribe oraciones, realiza con soltura el pasaje de imprenta a manuscrita y, aunque en numeración aún se le complica la lectura de cifras superiores a seis dígitos, aprende con una facilidad sorprendente. Además, incorporó el uso del reloj analógico y muestra un especial interés en avanzar en matemática, una herramienta que considera clave para su trabajo. Su esposo, por su parte, ya lee con soltura y dedica tiempo a practicar la escritura para mejorar su legibilidad, sin presentar dificultades en el área numérica.

El segundo espacio al que se trasladaron para continuar con las clases.

Muy distinto es el caso de Jackeline, cuyo camino de aprendizaje es más arduo. Un daño neurológico le impide retener o memorizar lo enseñado, por lo que cada jornada implica volver a comenzar desde el mismo punto. Aun así, Silvia sostiene la tarea con paciencia y sensibilidad, convencida de que cada pequeño avance —aunque efímero— también es un acto de dignidad.

Jackeline y su gran esfuerzo para progresar en el aprendizaje.

Otro alumnos tuvieron una asistencia irregular por motivos de salud, laborales o de inestabilidad familiar, pero, de todos modos, se evidenciaron pequeños progresos.

Aprender en medio de las dificultades

José impartió sus clases en el comedor “Pancitas llenas, corazón contento”, ubicado en el barrio 27 de Noviembre, un territorio donde las casillas de madera, el barro y la precariedad delinean el paisaje cotidiano. Allí, la vida transcurre bajo una profunda vulnerabilidad social: la inseguridad constante, los robos frecuentes, la presencia de drogas y los enfrentamientos armados forman parte del día a día, afectando no solo la tranquilidad del barrio, sino también el clima de trabajo pedagógico.

El comedor del barrio 27 de noviembre, un lugar precario y con pocas comodidades.

El comedor, que funciona como pequeño refugio comunitario, se levanta con lo justo: paredes de madera, un techo improvisado, sin puerta ni baño. Las sillas desgastadas, los bancos rústicos y las pocas mesas disponibles hablan de un espacio que resiste como puede. En días de frío intenso, calor extremo o lluvias persistentes, el salón quedaba inutilizable, sin ofrecer abrigo ni la mínima comodidad necesaria para sostener una clase.

Carina Ríos en práctica de escritura.

En ese escenario adverso, la asistencia de los alumnos fue comprensiblemente irregular. Sin embargo, la voluntad de aprender demostró ser más fuerte que cualquier obstáculo. Tal es el caso de Carina Ríos, quien, con esfuerzo y constancia, logró mejorar notablemente su lectura, escribir con mayor claridad y realizar pasajes de imprenta a cursiva sin errores, convirtiéndose en un ejemplo silencioso de superación.

Aun en medio de la tormenta, el aprendizaje encontró un modo de abrirse camino.

Uniendo fuerzas para que el aprendizaje no tenga límites.

Uno de los desafíos más frecuentes en la alfabetización de adultos es la salud visual. Con el paso de los años, la vista suele deteriorarse y, en muchos casos, esta dificultad se convierte en una barrera casi excluyente para quienes desean cumplir el sueño de aprender en la tercera edad.

Los adultos reciben una de las herramientas imprescindibles para aprender: Los anteojos.

Frente a esta realidad, distintas organizaciones decidieron unir esfuerzos y transformar un obstáculo en una oportunidad. El Instituto Oftalmológico, a través de la Fundación del Dr. Álvarez, junto con la Asociación Educando a Cielo Abierto y el Club de Leones Concordia, trabajaron en conjunto para que los alfabetizandos recibieran los anteojos que necesitaban. El primero brindando atención médica, el segundo aportando los marcos y el último financiando y colocando los cristales.

A la izquierda los marcos donados por la Asociación Educando a Cielo Abierto y a la derecha el representante del Club de Leones haciendo entrega de los anteojos.

Gracias a esta alianza solidaria, muchos adultos mayores pudieron recuperar la claridad para leer, escribir y, sobre todo, para seguir avanzando en un camino de aprendizaje que les devuelve autonomía, orgullo y nuevas esperanzas.

La satisfacción de la tarea cumplida durante el año se refleja en cada uno de los rostros del grupo de alfabetizadores y alfabetizandos.

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