“Uno vuelve siempre…”
Desde que dejamos la Ruta Provincial N° 4 para introducirnos a destino, pasando por una zona llamada “El Duraznal”, disfrutamos de ese largo y majestuoso trayecto. Mis recuerdos de aquel camino de ripio me hacían, erróneamente, pensar en unos pocos kilómetros. De todos modos, la naturaleza nos impregnó siempre de todos los aromas que el campo ofrece a quienes optamos por la experiencia de recorrerlo; y de toda la pureza de un aire al que quisimos inmediatamente absorber de principio a fin.
Distrito Moreyra
Si bien la lluvia se había detenido hacía ya varios días, el suelo, en determinados espacios aún con barro, nos mostraba uno de miles de obstáculos que periódicamente debían los lugareños afrontar.
De forma permanente nos encontramos con afluentes del río Uruguay, arroyos, lagunas y tajamares, fundamentales en esas zonas para el pastoreo del ganado.
Maravillas de la naturaleza
El sendero, por momentos ancho y por momentos un poco más angosto, no nos privó jamás de una vegetación admirable, con una diversidad de árboles, de plantas menores, de flores que en aquel soleado agosto ya nos anticipaban la primavera; y para completar la sublime obra maestra que solo un ser superior puede manejar, la presencia de animales, ganado vacuno, ovino, caprino, equino, cuyas vidas transcurrían en comunión con el hombre de campo, quien entregaba allí todo el esfuerzo y dedicación que sus posibilidades le permitían.
Tampoco podían estar ausentes en aquel paisaje agreste las aves, razas, tamaños, colores, trinos, todo reflejaba la perfección de la obra creadora. Un cardenal lucía altivo su cresta roja desde las altas ramas que el invierno imperdonable había dejado sin hojas. Un halcón, de mirada penetrante, parecía querer descifrar la presencia de seres ajenos a su hábitat. Una asamblea de tordos se había constituido con quién sabe qué tipo de elucubraciones. Un gallardo picabuey disfrutaba de la serenidad de aquella mágica tarde. Un pepitero se acomodaba junto al alambrado para saborear con comodidad ese manjar que acababa de rescatar. Con aires de vanidoso, un ñandú, que nos observó apenas unos segundos, paseaba con firmeza, como aquel ser que sabe muy bien lo que anda buscando. Gallinas, gallinetas y patos consumaban ese cuadro solemne, que el paisaje invernal nos regalaba, para regocijo del alma.
Eximias entidades
Una pequeña capilla, sin nombre a la vista, exhibía la cruz, como símbolo de la fe y religiosidad de la comunidad católica, rodeada, custodiada casi, por árboles a ambos lados, y un cielo azul con algunas nubes al fondo.
También en el acceso a la pequeña localidad hallamos la Escuela N° 23 “Elías Romero”, el ingreso al mundo de la cultura, de la socialización, de los juegos y entretenimientos, de niños que seguramente no olvidarán jamás el paso por sus aulas.
Cuando arribamos al poblado, la imagen de un paisano que degustaba su último trago junto a una vieja mesita de un patio nos hizo reconocer en ese sitio el viejo almacén de ramos generales, infaltable en cada pueblo. Junto al palenque, su caballo, quien probablemente compartiría su mundo desde épocas lejanas y nunca le habría fallado, imperturbable lo esperaba para trasladarlo pronto a su morada.
En nuestro itinerario descubrimos muy pocas viviendas, por lo que inferimos un número reducido de habitantes en la localidad. Solo aquellos que desarrollan allí el trabajo de campo, que se dedican con exclusividad a la cría de animales, o a la agricultura, y que toleran las inclemencias del tiempo, teniendo en cuenta que la mayor parte de las faenas se efectúa en espacios exteriores.
Historias, anécdotas, recuerdos…
Casi al final del camino, una casita de dos aguas, que lucía enhiesta, muy típica en esas regiones, nos cautivó enseguida, rodeada de árboles, cercada por alambrados. Imaginaba yo un enorme anecdotario, un bagaje de historias en su interior, hasta que la presencia de un campesino, que con determinación se acercaba a nosotros, me arrancó de mis pensamientos, nos saludó y enseguida iniciamos con él un diálogo interesante y ameno, en el que nos refirió que había vivido prácticamente siempre en el distrito, que se había mudado por un breve lapso de tiempo a la ciudad, pero, indefectiblemente su amor por el terruño superó toda expectativa de cambiar de vida.
Al presentarnos, descubrimos que mantenía un vínculo con parientes de mi padre. Con amabilidad y gentileza nos invitó a su casa, donde pasaba sus horas disfrutando de mucha paz, de un silencio solo interrumpido por el dulce piar de aves, el ladrido de los perros; o el paso ocasional por el camino de algún vehículo de la zona, o de visitantes mundanos, ávidos muchas veces por alejarse del ruido implacable que genera la urbe. Su caballo y su perro eran sus más leales compañeros. Una de sus mayores distracciones era la fabricación de aperos y guascas, instalado en un pequeño taller que orgullosamente nos presentaba, y cuya tarea desempeñaba con extrema minuciosidad.
Inevitablemente le hice mención a la casita tan encantadora a mi vista y a la que para ese entonces ya le había tomado varias fotografías; me respondió que en otros tiempos había sido el hogar de una de mis tías. Inmediatamente los recuerdos asaltaron mi alma, recuerdos de otras épocas, cuando íbamos con papá, cuando seguramente los recuerdos a él también lo invadían y lo colmaban de esa sensación tan extraña que es la nostalgia, fusión de pena por la ausencia, por la lejanía, y de deleite por haberlo podido vivir. Casi todo se repite, siempre.
Y así se repetiría tiempo después nuestra visita, imposible regresar a la ciudad sin ese anhelo de volver, e imposible no concretarlo.
Texto y fotografía: Nélida Claudina Delfín
Me gusto el articulo, hermosas descripciones. Muestra los encantos de los espacios rurales, que generalmente no sabemos descubrir. Me trajo recuerdos de mi niñez. Gracias
Una belleza el texto. Parece que lo estás viendo. Felicitaciones Claudina. Texto y fotografías. Buenísimo. Gracias Sonia.