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21 de noviembre de 2024

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Entrevista al poeta y traductor Alejandro Bekes

Alejandra Boero, a través de su página «Gilgamesh: poesía y poéticas», promueve la reflexión crítica sobre el quehacer poético de actualidad. En esta ocasión el entrevistado fue el poeta , traductor y profesor Alejandro Bekes. Al final del artículo podrá el lector obtener el enlace que lo lleva a visitar el sitio para disfrutar el excelente material literario que se publica allí.

Alejandro Bekes, poeta, traductor y profesor de Literatura.

En la entrevista, Alejandro, dice:

«Poco a poco, y esto es lo decisivo, uno va comprendiendo que el juicio final de cada verso tiene que darse ante el tribunal del oído.»

«Yo a lo largo de toda la vida he tenido un lector privilegiado en mi hermano Guillermo. También me confirmaba en mi posición aquella máxima de Robert Graves, que dice que un poeta debe tratar de escribir como un poeta, no como una época o un conventillo. Si uno escribe para quedar bien con alguien, se condena al servilismo. Ya lo decía Gramsci hace cien años: quien esto hace no es un artista, sino un sirviente que anhela complacer a sus amos.»

Entrevista con el poeta

Gilgamesh: Alejandro, leer tu obra poética es ingresar a un territorio muy poco transitado en la poesía argentina actual. Hay en ella una precisión, un trabajo que no desconoce ni esquiva la tradición, una «anacronía» para muchos y que en tu obra es ese «punto de apoyo en el cual se mueve tu (la) poesía». Una poética que no abandona la rima consonante, los metros tradicionales, el tono elegíaco, que se interna en los «grandes temas», dejando que lo contingente «contamine» al poema y que la emoción emerja sin dramatismo pero también sin temor a lo que provocan los sentimientos. ¿Qué te llevó a «Vivir en otro, y de diversos modos/ extraer de mi pobre vida oscura/ luz de pasión y brillo de aventura,/ porcelana sutil de turbios lodos» («Piensa Cervantes»)? ¿Cómo llegaron tus poemas a los «muros delgados de papel» («A Luis Cernuda»)?

Alejandro Bekes: Mis versos nacen de una necesidad interna, sin consideración previa por lo que pueda agradar o no a otros. Admito, sin duda, que todo poema postula una poética; pero yo no tengo un programa previo, como según Baudelaire lo tenía Poe (aunque me caben dudas sobre esto también). Mi trabajo crítico sobre lo que estoy escribiendo, mientras lo escribo, no responde en absoluto a un respeto por el gusto de mi época o por el de mis amigos, ni siquiera a alguna teoría o escuela. La forma que busco darle responde a la ley interna del poema; a veces, esa ley interna me conduce a una métrica más o menos estricta, al endecasílabo blanco, a formas bien delimitadas como el soneto o la serie de cuartetos endecasílabos o alejandrinos, con o sin rima; otras veces, en cambio, me lleva a una forma nueva, que puede ser más difícil de lograr. A mi juicio este momento es el más importante, porque es la tarea del descubrimiento, que se da casi siempre en medio de la invención. La contradicción es sólo aparente. Me gusta recordar que el verbo latino invenire significa las dos cosas (encontrar e inventar); los antiguos pensaban que nadie “inventa”, sino que el artífice va “hallando” la forma que preexiste. Casi nunca tengo la suerte de percibir el poema completo antes de escribirlo; a veces, eso sí, se compone en la memoria antes de pasarlo al papel; pero es lo mismo, el trabajo no varía mucho. El poema tiene buen pronóstico cuando uno lo siente latir ahí debajo, casi asomándose a la superficie; parece entonces que ya está más o menos hecho, pero hay que sacarlo a la luz y a veces corregirlo mucho después; “castigarlo”, decía Lope, en aquel poema que termina con el verso: “oscuro el borrador y el verso claro”. Me parece absurdo creer que lo primero que surge ha de ser siempre lo mejor.

Se dice que hay espíritus privilegiados, como el de Mozart, que apenas necesitaba corregir porque las obras se hacían solas en su mente, antes de tomar él la pluma; esto no es del todo cierto, aunque tampoco es del todo falso. Un musicólogo dice, refiriéndose a las últimas obras de Mozart, que en ellas “hasta él tuvo que corregir”. De Beethoven, en cambio, se conservan miles de cuadernos de esbozos donde se puede ver la ardua y compleja tarea que le representaba la composición, como si la forma a que debía arribar estuviera oculta bajo muchas capas de ganga, de banalidades, de lugares comunes. Y así volvemos de nuevo a la poesía: porque lo ya dicho, el arrastre del lenguaje cotidiano, es el peor enemigo del escritor. Hay que considerar que quien escribe trabaja sobre un bien comunitario, que todos usan a diario y que no tiene dueño; no es un trozo de mármol o un lienzo bien enmarcado con tintas al óleo o al agua, sino el idioma, el mismo que usan los narcotizadores mediáticos, los youtubers, los políticos. No es fácil separar el trigo de la paja, distinguir el decir genuino del arrastre mecánico. Hay quienes proponen llevar todo ese lastre, tal como lo encuentran, a lo que escriben. No lo entiendo: es como negarse a ser libres, negarse a buscar otros horizontes, resignarse a la negación. O quizá todo consista en decidir si escribimos para la memoria o sólo para el efecto y el olvido.

Todos sabemos que en el mundo sucede lo horrible; nunca fue diferente; Esquilo y Eurípides supieron, sin embargo, convertir esa materia en una expresión artística máxima. Y no hace falta ir tan lejos. César Vallejo pudo transmutar sus meses de cárcel en una creación que se llama Trilce. Con su soledad de Ceilán Neruda hizo Residencia en la tierra. Con su ceguera, Borges creó su Elogio de la sombra. Los ejemplos podrían ser miles.

Por otra parte, no siempre la poesía nace de la experiencia directa, ni aun de la emoción rememorada que aconsejaba Wordsworth; a veces, la premonición del poema se da bajo la especie de una forma deseada y casi abstracta, antes que el artesano sepa en qué región imaginativa o conceptual irá buscando esa forma su materia prima. La alusión no es casual: la analogía con la alquimia ha sido propuesta más de una vez, aunque no a todos nos sea dado transformar el plomo en oro, ni convertir la opaca sustancia de la experiencia en la “felicidad para siempre” de la poesía (A thing of Beauty is a joy for ever).

Lo que me parece indudable es que en la mente de quien escribe colaboran, como a tientas, un impulso de las honduras, afín al mundo de los sueños, y una conciencia crítica que dirige ese impulso y lo trae a una forma inteligible. En esta delicada operación es importante no dejarse influir por presiones externas; de otro modo, el poema se malogra. La presencia (ausente) de los lectores posibles pesa, en cambio, al momento de considerar la publicación. Es obvio que todo esto se aprende; es un oficio, una tekhne; una artesanía, le gustaba decir a Mastronardi.

Si trato de recordar cómo fue mi aprendizaje, veo que mis maestros iniciales fueron los poetas de la lengua castellana, desde Jorge Manrique en adelante. Mi abuela Yolanda nos inició tempranamente en el Martín Fierro, a mis hermanos y a mí. A los 14 años encontré en una vieja casona de las sierras de Córdoba las Rimas de Bécquer. Esa lectura está entre las emociones más intensas que jamás haya sentido. Después leí mucho a Neruda, lo cual no era raro en los años 70, pero nunca solté de la mano a mis amigos del siglo de oro: Garcilaso, Quevedo, Góngora, Lope… Cuando estaba en 3° año descubrí a Rubén Darío, en la biblioteca de la escuela, y admiré su libertad expresiva y su maestría en el manejo del ritmo; a raíz de esta lectura empecé a llenar mis cuadernos con ejercicios, tratando de explorar formas raras, como el dodecasílabo sin cesura, con acentos regulares en tercera, séptima y undécima sílaba. Sentía un gran placer en todo esto. Con el tiempo, los módulos métricos más usuales (endecasílabo, heptasílabo, alejandrino) se vuelven automáticos, las palabras se ordenan solas; el carpintero no tiene que pensar cómo va a poner el formón o de qué modo debe tomar el martillo; lo mismo sucede con la composición de los versos. Eso no quiere decir, sin embargo, que escribir poesía se vuelva más fácil, porque la madera que trabajamos no está fuera de nosotros.

Una de las lecturas centrales de aquellos años de adolescencia, aparte de Moby Dick y de ciertas novelas históricas, fue Romain Rolland. Leí su obra sobre Beethoven (había empezado a estudiar las sonatas en el piano) y la novela Juan Cristóbal, donde hay tanta poesía en prosa. Este libro nunca me abandonó; sigo dialogando con él, me sigue educando. Más tarde –no recuerdo el orden– pude leer a Antonio Machado, a Unamuno, a Juan Ramón, a Carriego, a Nalé Roxlo, a Alfonsina, a tantos otros.

También quiero reconocer mi deuda de aquellos años con la poetisa entrerriana Marta Zamarripa, que entre otras cosas me inició en la lectura de la poesía de Borges; su crítica sobria y honesta, no menos que su obra propia, orientó mis creaciones tempranas; además, su manera de leer en voz alta convertía la poesía en una experiencia inolvidable. Mis compañeros de entonces, Lucrecia Lessa, Mario Meichtry, Juan Meneguín, Marcelo Leites, me aportaron otras miradas. También quiero nombrar a Atilio Castelpoggi, que me dio una suerte de espaldarazo. Poco a poco, y esto es lo decisivo, uno va comprendiendo que el juicio final de cada verso tiene que darse ante el tribunal del oído. Lo que suena mal debe desecharse o corregirse; y la disonancia, en todo caso, tiene que ser consciente y articularse en una sucesión armónica de conjunto.

Al repasar mis escritos de aquellos tiempos juveniles, compruebo que fue la guerra de las Malvinas lo que me hizo tomar conciencia (de manera brutal) del país en que vivía y del deber cívico que entrañaba la escritura. Empecé a escribir mucho más y a difundir lo que hacía. Un amigo, Sergio Tagle, que tenía un programa de radio, me invitó a leer. Leí un poema sobre la guerra, donde se decía, inter alia, que “la palabra patria era mentira”. A la salida del estudio me esperaba un tipo, que dijo haber escuchado con interés mi poema y me pidió una copia; se la prometí para otro momento, porque sólo tenía el borrador. En los días que siguieron lo encontraba por todas partes, frente a mi casa, camino al trabajo, al volver del trabajo… Entonces supe de verdad lo que era el miedo. Pero nada me hicieron. Tampoco seguí leyendo en la radio, y pasó un tiempo antes de que volviera a publicar. Es cierto, además, en esos años me inicié en la docencia, me casé y nació mi hijo Alfonso.

Hasta fines de los 80, mi actividad se había limitado a la ciudad donde vivo y a Concepción del Uruguay, donde se presentó mi libro Camino de la noche. Poco después fui invitado a leer en la librería Liberarte, de Buenos Aires. Esa misma noche conocí a Ricardo Herrera y a Pablo Anadón, cuya amistad sería tan importante en mi vida y de los que aprendí tanto. Más adelante pude ser parte de lo que Inés Aráoz llamó la “comunidad” de la revista Fénix. Conocí a Alejandro Nicotra, Enrique Butti, Roberto Malatesta, Pablo Ingberg, María Eugenia Bestani, Alejandro Crotto; y los españoles Javier de la Iglesia, Alfonso Martínez Galilea, Paulino Lorenzo… No quisiera pecar de ingrato; siempre falta alguien en una lista.

Por otra parte, para quien escribe es vital la respuesta de los lectores, de los que no escriben (o no escriben para publicar) pero en algún momento se interesan o incluso se conmueven con lo que uno ha escrito. Yo a lo largo de toda la vida he tenido un lector privilegiado en mi hermano Guillermo. También me confirmaba en mi posición aquella máxima de Robert Graves, que dice que un poeta debe tratar de escribir como un poeta, no como una época o un conventillo. Si uno escribe para quedar bien con alguien, se condena al servilismo. Ya lo decía Gramsci hace cien años: quien esto hace no es un artista, sino un sirviente que anhela complacer a sus amos.

El soneto sobre Cervantes, que mencionaste en la pregunta, habla de “vivir en otro” y eso da para meditar. En el contexto, está claro que Cervantes, novelista, vive en sus personajes la vida que hubiera querido vivir, la vida que le habían prometido los mares de Lepanto e incluso el cautiverio en Argel, y no la que su destino le impuso después. Pero quizá sea cierto que el poeta lírico también proyecta lo que no puede vivir. Esto haría del poema, no un espejo de la vida, sino su contracara, su cara mítica y conversa. Demasiado para escudriñar acá. Ya el denodado Genette tiene su página sobre la etimología común de figura y ficción.

El final de la pregunta me llevó a releer aquel viejo poema “A Luis Cernuda”, escrito en 1995, que casi no recordaba. Ahora veo que es un poema sobre poética. “La poesía es un diálogo entre muertos” decía allí mi persona de entonces. Creo que no suscribiría hoy esto, o al menos no escribiría algo así. Hay algo enfático y provocador en el poema, me parece; quizá me dejé llevar por el pathos trágico de Cernuda, que se aviene demasiado con mi propia naturaleza… Lo más discutible está en que el texto afirma saber qué es la poesía. Hoy no me atrevería a declarar otro tanto. Casi siempre la reconozco cuando la encuentro, pero no puedo definirla. Veo que hoy sé mucho menos de lo que creía saber cuando tenía veintiocho años menos.

Gilgamesh: Hasta el momento diste a conocer «Camino de la noche» (1989), «La Argentina y otros poemas? (1990), «Abrigo contra el ser» (1993), «País de aire» (1996), «El hombre ausente» (2004) y «Virgen de proa» (2015). ¿Qué desafíos te presentó cada uno de ellos? ¿Ves en ellos la escritura de un único libro?

Alejandro Bekes: Para mí es difícil escribir realmente un libro de poemas. Los poemas van surgiendo cuando quieren; aparecen un día, mueven mi mano a escribirlos y a pulirlos, y ahí quedan. En cierto momento siento la obligación de reunirlos y publicarlos dentro de un libro, y ahí empieza el padecimiento. Sin embargo, de un volumen a otro hay diferencias que los años hacen patentes; no diría que escribí un único libro. En la edición de Abrigo contra el ser me ayudó bastante Ricardo Herrera. En la de El hombre ausente, Pablo Anadón. Yo podría decir que el primero es la expresión de mis anhelos y angustias de juventud. El segundo, la expresión del fin de la juventud, que no es lo mismo que la madurez. En Virgen de proa, quise componer un libro que abarcara cinco modos diferentes de poesía. Hay una primera parte intimista y confidencial, una segunda hecha de soliloquios más o menos dramáticos, una tercera que es una serie de sonetos, en los que se va delineando una historia; la cuarta parte pinta mi Arcadia entrerriana; la quinta ronda lo onírico, es decir, emerge allí un lenguaje muy diferente que parece, según me dijo en su momento Herrera “un eros recién nacido”. Sobre todo en textos como “Noticias de tu casa”, “Hora y perfume”, “Fuego fatuo” y “A la ventura”. Lo más importante para mí, sin embargo, de este libro publicado en 2015, pero que en realidad se cerró en 2007, es que anunciaba mi vida futura. Esto sí que es notable: quien escribe poesía sabe, con evidencia aterradora, que lo que escribe le anuncia su destino. No hay cómo escapar del oráculo, porque esa palabra llega desde lo profundo.

Gilgamesh: En 2006, la editorial Pre-textos, publicó la antología «Si hoy fuera siempre». ¿Cómo fue ese trabajo de elegir qué poemas sí, cuáles no? ¿Qué significó para vos este libro en particular? ¿Volverías a repetir la experiencia?

Alejandro Bekes: La elección de los poemas para la antología tuvo más o menos la misma dificultad que ya he descrito para los libros individuales. Me encantó, obviamente, que una editorial tan prestigiosa me invitara a publicar. Cuando conocí a Manuel Borrás, su director, el encanto no hizo más que aumentar. Y sin duda repetiría la experiencia, de otro modo, porque desde 2006 hasta la fecha he escrito bastante.

Gilgamesh: ¿Cómo llegás a las casas editoriales? ¿Qué diferencias encontraste con respecto a editar en Argentina y en España? ¿Cómo circulan tus libros en una y otra geografía?

Alejandro Bekes: De esto no me conviene hablar en general, porque de las casas editoriales, yo por mi cuenta nunca llegué realmente a ninguna. Mi primer librito, Esperanzas y duelos, fue edición casera, a mis 20 años. Camino de la noche fue publicado en 1989 por la Editorial de Entre Ríos, porque ganó un premio provincial; la publicación, dicho sea de paso, fue muy mala: parecía más una venganza que un premio. La Argentina y otros poemas salió a luz por la generosidad de Ricardo Herrera, que dirigía entonces El imaginero. Abrigo contra el ser, en las Ediciones Río de los Pájaros, que hacía Juan Meneguín en Concordia. El hombre ausente apareció en la colección de la revista Fénix, dirigida por Pablo Anadón. Mi primer librito de ensayos, Los caminos tortuosos (1998) fue publicado por mi querido amigo Alfonso Martínez Galilea, en Logroño. La antología Si hoy fuera siempre surgió de un pedido personal del ya nombrado Manuel Borrás, director de Pre-textos, quien luego publicó también Virgen de proa, mi libro de ensayos Lo intraducible y un tomito titulado Milagro de la noche, que contiene la traducción de dos elegías realmente memorables, la famosa de Thomas Gray y “En Villequier” de Victor Hugo.

Capítulo aparte merecería la historia de mis traducciones. La primera de todas, la Poesía de Nerval, apareció también en la colección de Fénix, en 2004. Ese mismo año, por invitación de Pablo Ingberg, empecé a trabajar en las Odas de Horacio, para Losada; con este sello salieron poco a poco las Geórgicas de Virgilio, las Fábulas de Fedro, Venus y Adonis de Shakespeare, Epodos y Sátiras (también de Horacio). En 2022 completé con las Epístolas la obra total del venusino. Los poetas latinos vienen en ediciones bilingües, prologadas y anotadas. Es un hermoso espacio para escribir sobre poesía y sobre poetas.

Finalmente, y sin vanagloria, mi libro más leído hasta ahora fue el Breviario filológico, que es un diccionario de términos usuales en lingüística y teoría literaria. Hubo dos ediciones, la segunda muy aumentada y corregida, que ya tiene su reimpresión. El empeño fue de la Editorial de la Universidad de Entre Ríos, que hoy dirige Gustavo Martínez empeñosamente. Además de los libros, son importantes en mi historia las revistas literarias. Sobre todo Fénix, Hablar de poesía y Clarín (de España).

Gilgamesh: A la hora de escribir, ¿Qué tipo de lector imaginás? ¿Con qué tipos de lectores te has (des)encontrado? ¿Qué lecturas acompañan estos futuros libros?

Alejandro Bekes: No creo que nadie, de verdad, imagine un lector concreto al escribir, salvo que escriba una carta o un pedido de licencia o un mensaje de whatsapp. La teoría del lector in fabula, como la presenta Umberto Eco, me parece exacta, y queda claro allí que el “lector modelo” es una estrategia textual. Ese lector, en el caso particular de la literatura, está implícito en la poética y en la retórica del texto: no es ni puede ser una persona de carne y hueso. Otra cosa es cuando uno va a publicar: no todo es publicable y allí intervienen pudores y reparos, de cara a los lectores posibles, porque éstos sí son seres humanos y sus devoluciones pueden alegrarnos o confundirnos.

Sobre el desencuentro con los lectores efectivos y empíricos, contaré algo. Había en mi barrio, hace ya muchos años, una señora que atendía un almacencito en la esquina. Tenía edad para ser mi abuela o poco menos, y era muy simpática, al punto que a veces yo bromeaba con ella, intentando amenizar sus aburridas mañanas. La saludaba en francés o en italiano, o le pedía una docena de “óvulos” de gallina, y ella se reía mucho. Esto dio pie a la fantasía de regalarle mi libro El hombre ausente. A partir de entonces, no se rió más. Me recibía con seca y estricta cortesía, como si yo la hubiese ofendido. No sé qué habrá visto de ofensivo en mi libro, pero tardó mucho tiempo en volver a mostrarme alguna sonrisa, aunque ya parca y reticente. Por fortuna, al cabo de años, cuando ya estaba muy anciana, volvió a sonreírme como antes; creo que había logrado olvidar mis poemas.

Gilgamesh: Quiero detenerme en «Tres prosas» (de «El hombre ausente»). ¿Intento de «prosa poética», «esbozo de un poema»? Leo en «1.Jerusalém»: «Si hay una ley, que se cumpla. Si hay una ley, esa ley es el más grande milagro. Yo no vine a derogar la ley sino a cumplirla». ¿Ves en estas líneas, como yo, «una misión del poeta», tu camino como poeta? ¿Qué significa, hoy, en este país, en este mundo, ser poeta?

Alejandro Bekes: Veo aquí dos preguntas diferentes: una sobre la inclusión de textos en prosa, dentro de un libro de poemas, y la otra, sobre la posible misión o destino del poeta.

A la primera no sabría bien qué responder, porque han pasado muchos años desde aquella publicación; podría opinar sobre esto, ahora, más como lector que como autor. Mucho se ha debatido sobre el tema. Lo consideraron y lo practicaron muchos: Lugones en Lunario sentimental, Borges en El hacedor, Cortázar en Salvo el crepúsculo… Me parece que una sección en prosa puede darle un alivio al lector de un poemario, o un lugar diferente, más distendido quizá. Es claro que ese lector no es alguien en particular, sino una figura ideal, como ya he dicho. Hay que tener en cuenta que ese lector ideal es también una criatura del texto. Yo no soy el mismo leyendo a Horacio que leyendo a Virgilio; no soy el mismo escuchando los nocturnos de Chopin que escuchando los tangos de Piazzolla.

Me llegó el rumor cierto de que a algunos lectores les había molestado ese texto, “Jerusalem”, porque les parecía irreverente. La intención no era esa. Yo afrontaba en esa época la muerte inesperada de mi padre. La muerte se me antojaba un milagro, el más grande y enigmático de todos: ¿cómo podía haber desaparecido mi padre de la existencia? ¿Y cómo se explica, en general, que en el universo haya “leyes”? Sin duda esto es pura mitología. El universo no tiene palabras, y por lo tanto tampoco tiene “leyes”. La palabra lex está en relación con legere, “leer”. Es una invención humana. Creo que mi poema en prosa o mi prosa poética intentaba explorar esa región, y que el hablante imaginario fuese el propio Cristo encerraba el núcleo de la cuestión: el universo, lo divino, no tiene palabra; pero Cristo es por definición la Palabra. Así fue como “Dios se hizo hombre”, y por consiguiente, “el Verbo se hizo carne”. Lo divino (dice Borges en un poema extraordinario) “condesciende al lenguaje”. Pero también, al hacerse hombre, condesciende a la carne, al milagro que es la vida, donde habitan la sensación, el placer, el dolor, los perfumes, los sonidos… y la muerte. De eso, creo, habla mi poema en prosa.

Los otros dos textos, “Esbozo de un poema” y “El perjurio de la nieve”, tratan de lo mismo. En realidad este conjunto de prosas funciona como prólogo de la sección última, titulada “Elegía”, dedicada a la memoria de mi padre.

La misión del poeta quizá consista en inclinarse sobre lo mudo y lo perplejo del ser, hasta hallar la palabra que lo abrigue; trabajar e hilar sobre lo horrendo y lo inhumano, para tramar la tela de lo trágico.

Gilgamesh: La traducción de poesía tiene un lugar de privilegio en tu obra. Y no exagero si escribo que tus traducciones de Horacio, Nerval, Shakespeare, Thomas Gray, Victor Hugo hoy están entre las canónicas. ¿Cómo iniciás el camino hacia la traducción? ¿Cuáles son los ejes que te proponés al momento de la traducción? ¿Qué características debe reunir el texto o el autor que te impulsa a este trabajo? ¿Sentís que tu trabajo de traductor encuentra eco en el ámbito de los lectores de poesía y en el ámbito académico?

Alejandro Bekes: Sobre las traducciones dije algo ya. En este caso bien se podría citar la frase según la cual “la Musa es el encargo”. Yo empecé a traducir por puro placer, pero por puro placer uno no traduce todo Horacio, aunque después encuentre placer en la mayor parte de esa tarea. Hace falta algún tipo de encargo. Esto opera en dos planos: nos pone un plazo, lo cual es importante para no dilatar indefinidamente el asunto, y además nos asegura la publicación. Hoy en día publicar poesía propia implica casi siempre un desembolso por parte del poeta, pero a la traducción de poesía las editoriales la pagan, o al menos no la cobran. Por otra parte, traducir poesía es una de las actividades más saludables que existen, como remar o andar en bicicleta. No tiene contraindicaciones. Le da un propósito a la tarea de componer versos y elude la ansiedad propia de la creación, donde no hay ningún original que nos guíe. Exige, obviamente, un esfuerzo que el resultado no siempre justifica; pero la vida es así.

Yo no llamaría “canónicas” a mis traducciones, de las que suelo quedar bastante insatisfecho, ni a las de otros, porque como ha escrito Walter Benjamin, las traducciones envejecen y mueren; lo único que no envejece ni muere es el original. De cualquier modo, agradezco la hipérbole. La verdad es que me gustan algunas soluciones puntuales que he hallado. Por ejemplo, Nerval, en su soneto Artémis, escribe: Rose au coeur violet, fleur de sainte Gudule. El verso, enigmático, vincula a Rosalía, patrona de Nápoles, con Gúdula, patrona de Bruselas. Yo sentí que lo más importante estaba en la sonoridad gutural del verso, así que traduje: “Rosa de Santa Gúdula de cárdena garganta”, sin atender estrictamente a los significados literales.

En un verso de las Geórgicas (I, 449), Virgilio describe sonoramente el granizo: Tam multa in tectis crepitans salit horrida grando. Traté de imitar la aliteración: “Tanto en los techos crepitante salta erecto el granizo”. En otro (I, 74), habla de las adormideras, que agostan el campo: Vrunt Lethaeo perfusa papauera somno. El sonido del verso evoca el plañido letárgico del aire entre las flores; hice lo que pude: “Lo agostan las adormideras que ha empapado el Leteo”.

También me agrada lo que encontré para el final del Epodo VII de Horacio, que habla de las guerras civiles de Roma y ve el origen de esa desgracia en el fratricidio fundacional. El final del poema dice:

Sic est: acerba fata Romanos agunt

scelusque fraternae necis,

ut inmerentis fluxit in terram Remi

sacer nepotibus cruor.

La traducción en sí de estos versos no es difícil, pero es decisivo que el poema concluya con la palabra cruor, “sangre”. De modo que arriesgando un fuerte hipérbaton y con ayuda de la métrica, quedó así la traducción:

Así es: hado acerbo persigue a los romanos

y el crimen de la muerte del hermano,

desde que fluyó a tierra, del inocente Remo,

maldición de sus vástagos, la sangre.

¿Qué nos incita a traducir? Olvidemos ahora la cuestión externa del encargo, porque es evidente que uno siempre podría dedicarse a otra cosa, como bien dice don Quijote (II, 16) al cerrar su magnífica reflexión sobre el problema de traducir. Está claro que se trata de una deuda de amor, para copiar la fórmula de Steiner. Uno quiere traer a su propia lengua lo que lo ha hechizado en la ajena. Es un modo, también, de que la lengua ajena empiece a ser propia, incluso íntima. Cuando el hechizo es demasiado obsesionante, uno no traduce: se queda repitiendo el original en la memoria durante el resto de su vida; así este verso de Valéry: Le changement des rives en rumeur. O este terceto terrible de Dante, donde Ugolino refiere el más horrible despertar que un padre pueda tener:

Quando fui desto innanzi la dimane

pianger senti’ fra ’l sonno i miei figliuoli,

ch’eran con meco, e dimandar del pane.

O este dístico maravilloso de Virgilio:

Adspirant aurae in noctem nec candida cursus

luna negat, splendet tremulo sub lumine pontus.

Uno sabe, ante el verso perfecto, que no logrará recuperarlo cabalmente en su propia lengua y que incluso hay algo de profanación en el gesto de traducirlo. Pero gana al fin el deseo de posesión, que se traduce en buscar una nueva forma a algo que ya tiene una forma inmejorable. Traducir es apostar a lo que Borges llamó “la dignidad de la derrota”.

Gilgamesh: ¿Podrías explayarte en lo que escribiste en «Por Ronsard» (Hablar de poesía)? El texto es el siguiente:«Decir que toda lectura es anacrónica puede parecer obvio, pero conviene no olvidarlo, si queremos ser justos al considerar una escritura lejana en el tiempo (o no tan lejana), así como al medir el efecto que nos causa la traducción y la interpretación de un texto distante. Toda lectura es anacrónica y en última instancia subjetiva, salvo que sea la repetición escolar de la lectura de otro. »

Alejandro Bekes: Toda lectura es anacrónica: incluso la que hagamos hoy de mañana de lo que hemos escrito ayer de tarde. Sin darnos cuenta, esperamos del autor pasado que coincida con lo que sentimos y pensamos en el presente. Son anacronismos flagrantes llamar romántico a Catulo, feminista a Sor Juana Inés de la Cruz o antisemita al autor de El mercader de Venecia, como sería anacrónico imaginar a Julio César en un campamento de la Galia fumándose un cigarrillo. El tabaco es americano, lo importaron los españoles a Europa en el siglo XVI; análogamente, el romanticismo apareció en el XVIII, el feminismo en el XIX y el antisemitismo, al menos con ese nombre, en el XX. Acusar a San Martín de belicista implicaría olvidar que su tiempo no condenaba la guerra, sino que la suponía inevitable; nos admira que Alberdi escribiera El crimen de la guerra en 1870, pero este extraordinario pensador podía ver en Francia el mundo que nacía de la revolución industrial, así como la atrocidad y la insanable injusticia de la así llamada guerra de la Triple Alianza en nuestra América: hechos que San Martín no pudo ni podía conocer en 1817, cuando emprendió el cruce de los Andes.

El siglo de Ronsard daba especial valor a quien podía dar nueva expresión a los tópicos más trillados; lo que creo admirable es que cuando el poeta francés llega al final de su soneto a Helena y dice: Cueillez dès aujourd’hui les roses de la vie, “Recoge desde ahora las rosas de la vida”, incluso quien sepa que allí está traduciendo el tópico collige virgo rosas se podrá emocionar por el efecto que tiene tal exhortación, dentro del nuevo marco que el soneto ofrece: la visión de la vejez futura de la amada, cuando su amante y poeta, el que ahora escribe, ya esté muerto.

Gilgamesh: Otra faceta importante en tu vida fue la docencia como profesor de Letras. ¿Nos contarías tu paso por el ámbito académico? ¿Cómo influyó tu formación en tu poética?

Alejandro Bekes: Fui docente en escuelas medias, primero, luego en profesorados terciarios y en la universidad, durante 31 años. Ahora estoy retirado pero trato de enseñar, siempre que puedo, y de comunicar el amor por las letras a quienes estén dispuestos a sentirlo. Siempre me da una gran felicidad compartir la literatura y la sana teoría científica: la lingüística me resulta apasionante.

De mi formación (que no se completó, obviamente, cuando obtuve el título, sino que prosiguió y prosigue) rescato sobre todo el aprendizaje de latín y del griego, de la gramática y de la teoría lingüística. Las demás cosas -quizá las más importantes- las aprendí de los libros, de los colegas y sobre todo de los alumnos.

Gilgamesh: ¿Si tuvieses que armar tu árbol genealógico poético, qué autores te acompañarían?

Alejandro Bekes: Sería una tarea realmente ardua armar ese “árbol genealógico”. Algunos autores he nombrado ya. Pero será mejor ser honesto. La dificultad fundamental para un escritor argentino nacido en 1959 es no imitar a Borges, sobre todo en la prosa; lo digo así porque creo que mi verso brota (al menos en su mejor parte) de manantiales recónditos, si no serenos; de napas y vertientes anteriores a mi lectura de Borges, por lo que no está tan expuesto al peligro. Pero en la prosa… La traducción de Nerval, de Horacio, de Virgilio, de Victor Hugo, de Baudelaire incluso, me dio la ocasión de explorar mundos diferentes y buscar el modo de rehuir el círculo mágico. Lo importante es convencerse -como decía Borges- que el autor admirado y cien veces releído no es toda la literatura. Eso sí, hay que buscar poetas que él no haya conquistado previamente. Cómo leer a Dante, por ejemplo, sin sentir que Borges lo está leyendo conmigo, susurrándome sutiles notas y comentarios. Tuve la suerte de que a Borges no le gustaran Baudelaire ni Horacio, que jamás haya citado a Nerval y que su amor por Virgilio haya sido francamente platónico. De Victor Hugo, a quien de verdad admiraba, lo más agudo que dijo está en un pasaje de su libro sobre Lugones. Dice que Lugones, en Las montañas del oro, se dio a imitar a Victor Hugo, lo cual no es empresa fácil, ni siquiera para Victor Hugo.

Gilgamesh: ¿Cómo vivís tu vida de poeta en Concordia? ¿Se te pasó por la mente desembarcar en Buenos Aires para lograr otras metas? ¿Cuál es tu relación con el ámbito intelectual de tu provincia de residencia y el resto del país? ¿Qué reflexión te merecen los ciclos de lecturas, los talleres literarios, los certámenes literarios, los festivales? ¿Y la poesía que escriben las nuevas generaciones?

Alejandro Bekes: A todos los provincianos, sin excepción, se nos presenta la disyuntiva de migrar a Buenos Aires o de quedarnos en la provincia. A mí, la vida me dejó donde estoy, en Concordia, así como otros quedaron anclados en París. Uno se las puede ingeniar para sobrevivir como escritor, incluso en Concordia. Además sería el peor de los ingratos, y no el mejor de los leales, si me quejara de Concordia. Aquí tengo un público; sé que si ofrezco una charla o si presento un libro tendré la sala razonablemente poblada.

Los entrerrianos de mi generación nos conocemos todos. A veces nos encontramos, y en general nos sentimos bien, aunque nuestras poéticas sean casi siempre incompatibles. La edad trae eso: comprendemos que una amistad, aunque sea lejana, vale por casi todas las poéticas. En otras provincias y en Buenos Aires tengo a esos amigos con quienes comparto la felicidad que es la literatura. Quevedo se alegraba de estar en compañía de sus libros, “pocos pero doctos”; lo mismo vale para los amigos.

Las lecturas públicas de poesía no siempre colman del todo las expectativas de sus protagonistas ni de sus oyentes; con alarmante frecuencia degeneran en maratones de aburrimiento. Suele ocurrir que los organizadores, en su afán de no excluir a nadie, acumulen participantes; a veces, alguien quiere aprovechar la ocasión como si fuera la última y nos lee un poemario entero. La atención del oyente, para la poesía, decae pronto y es difícil recuperarla. A veces no se oye bien. Hay quien se sienta a leer y lee para su solapa, desdeñando el micrófono, sin que puedan percibir una línea los que están a su lado. Otro carraspea tanto que parece que se le van a desprender los pulmones. Otros leen con claridad, pero con la misma emoción con que leerían un aviso clasificado. Finalmente, están las performances, que ponen la actuación por delante del texto. Recuerdo que cierta vez, en uno de estos ciclos, al ver que todos nos dormíamos (el público estaba formado por poetas, que por turno, de tres en tres, desfilábamos tras la mesa fatídica), resolví empezar recitando el poema “Melancolía”, de Rubén Darío. En el acto, quizá porque recitaba y no leía, o porque recitaba un poema auténtico, todos me prestaron atención. Cometí después el error de leer mis propios productos: todos volvieron dulcemente a dormirse.

Los certámenes literarios me evocan las carreras ecuestres de nuestros gauchos: solía haber uno que corría con el caballo del comisario. No siempre es así, por supuesto; a veces el jurado de veras premia lo que cree mejor, sin saber a quién premia. Puedo dar fe. En los últimos tiempos, sin embargo, tengo la sensación de que es pura cuestión de suerte. Como casi nadie tiene idea de lo que es la poesía, imagino que se recurrirá al bolillero.

Sobre los talleres de escritura, donde un escritor bisoño espera recibir consejos para mejorar su escritura, poco tengo que agregar a lo que describe con humor Isidoro Blaisten en su “Versión definitiva del cuento de Pigüé”. Hace muchísimos años, junto con una colega, coordiné uno de estos talleres, pero ya no. Coordino ahora, en cambio, dos espacios de lectura, y debo decir que los disfrutamos muchísimo y creo que contribuyen a nuestra salud mental.

Gilgamesh: Nuestra última pregunta es una que, con ligeras variantes, repetimos de entrevista en entrevista. En «La muerte de la tragedia», George Steiner afirma (palabra más, palabra menos) que la poesía se ha vuelto un asunto privado esencialmente lírico y que, por lo tanto, se ha divorciado de la memoria histórica de los pueblos. Puesto en otros términos, la poesía es escrita y leída por poetas y quizá, también leída por alguna de sus amistades…Hace largo tiempo que el llamado «gran público» ha quedado fuera de este juego. Alejandra Boero llama a esto el «lazo perdido». ¿Qué sería necesario, en tu opinión, para reparar en alguna medida esa pérdida?

Alejandro Bekes: No he leído este libro de Steiner, pero reconozco su argumento sobre el carácter privado del lenguaje en la poesía moderna, tema que exploró extensamente en un pasaje de su “biblia”, After Babel. Desde la década de 1870, dice allí Steiner, desde los experimentos de Rimbaud y de Mallarmé, se empiezan a sentir los síntomas de extrañeza: para algunos poetas, el lenguaje de todos ha dejado de ser un lugar habitable; las metáforas usuales ya no comunican lo esencial; por mucho que se empeñe, el poeta no logra saciar su hambre de ser. La afasia que fulminó a Baudelaire es como un símbolo de la que acecha a todos; a todos aquellos, al menos, que no se resignan a ser cómplices del mundo industrial, donde el hombre vale menos que la máquina y un niño es apenas un operario futuro. La “Carta de Lord Chandos”, de Hofmannsthal, ya contiene el diagnóstico completo de esta condición moderna, que sin duda se acentuó con las guerras mundiales.

No me parece acertado, en cambio, hablar de un “divorcio” ni menos aún de una supuesta “memoria histórica de los pueblos”. La revolución industrial minó y arruinó la antigua conciencia de ser un pueblo, y en nuestra época la llamada revolución tecnológica aniquiló toda forma de memoria histórica. Esto no es, prima facie, responsabilidad de los poetas, ni parece algo que esté en nuestra mano remediar. Los poetas no nos divorciamos del pueblo, fuimos excluidos de la sociedad de masas, porque la masificación excluye la poesía. Nuestra responsabilidad, en todo caso, es ser leales a la voz que nace de la hondura, no a lo que dicta el mercado o a lo que sirve para hacernos virales en las redes. En otras palabras, el poeta no es un pequeño dios.

Nota bibliográfica

Alejandro Bekes nació en Santa Fe, Argentina, el 24 de julio de 1959; desde los diez años vive en Concordia, Entre Ríos. Es autor de los cuadernos de poesía Camino de la noche (1989), La Argentina y otros poemas (1990), Abrigo contra el ser (1993), País del aire (1996), El hombre ausente (2004) y Virgen de proa (2015). En 2006 se publicó en Valencia una antología de su obra poética bajo el título Si hoy fuera siempre. Ha traducido la obra completa de Horacio (publicada por la editorial Losada) y también poesía de Virgilio, Shakespeare, Thomas Gray, Nerval y Victor Hugo, entre otros. Ha redactado además un diccionario de lingüística y teoría literaria titulado Breviario Filológico (2013) y los volúmenes de ensayos Los caminos tortuosos (1998) y Lo intraducible. Ensayos sobre poesía y traducción (2010). Ha sido docente titular de la Universidad Nacional de Entre Ríos. Ha dictado cursos y conferencias sobre diversos aspectos del lenguaje y la traducción de poesía; entre ellos se destacan los Cursos de Posgrado dictados en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo en 2008 y 2009, ambos sobre la traducción y la recepción de la poesía grecolatina, el Taller de lírica “Tres poetas simbolistas”, en la Universidad de Mainz (2016) y el Seminario sobre “Métrica en la lírica de Horacio”, en la Universidad Nacional del Litoral (2018). Ha participado en diversos foros nacionales e internacionales sobre la enseñanza de la lengua materna, la literatura y la traducción.

OTROS POEMAS SELECCIONADOS DE SU OBRA

Autorretrato

escuchando un andante de Mozart

No hay rasgo donde el tiempo no haya andado

esculpiendo o puliendo. No se ve

muy bien qué es esa tosca marca

sobre la ceja izquierda. La frente se ha ensanchado

y como ahondado, bajo la ardua franja

que ha nevado en los bosques de otro tiempo.

Leve sombra de barba cubre el mentón y las mejillas

y unos versos se anuncian, de aire antiguo,

tal vez, en la cansada boca.

Tantos cofres secretos en la noche

abre la música, esa antigua

llave maestra de las almas…

Los acordes revelan las penumbras sutiles

que la mano del tiempo bajo la piel impuso,

los jardines que el hombre sin quererlo clausura.

Hay decepción tal vez y altanería

pero tristeza sobre todo. Tras los lentes

lentamente la música excava

y hace aflorar el rojo íntimo de los párpados

y al fin un gesto, espasmo casi, que podría

parecer risa. Pero no lo es.

2013

Insomnio

Si me tomo la frente con la mano

siento que no es tan grande mi cabeza:

¿por qué parece que hay un mundo adentro?

En inmóviles órbitas los ojos

miran bajo los párpados cerrados

el lento devenir de los planetas

en torno de sus soles, las edades

de la vida, fantásticas ciudades

y enormes bestias, páramos y esteros,

huracanes, montañas, migraciones,

fuegos y hielos. Dentro de este cráneo

que al fin es poca cosa, todo cabe,

el olor del verano en las orillas,

una voz que no existe, la marea

austral subiendo a los acantilados,

un fusil sobre el hombro, los pavores

de un ocaso amarillo interminable,

una mano pequeña, un dedo firme

señalando mi pecho, muerte y música.

El gran teatro del mundo adentro vive

y siempre suena. Desvelado, intento

dormir, no ver, no oír esas palabras

que en los días escribo y me persiguen

y me acosan de noche como tábanos.

Más que un hambriento ejército de parias

una frase casual que alguien ha dicho

cae sobre mi sueño y lo aniquila.

El rumor de la acequia

En tres versos fatales, si abro una página nocturna,

siempre allí está la casa de San Marcos bajo los árboles durmiendo.

Sobre tu piel bajo la luna mueve

el aire la atigrada sombra de las hojas esquivas

y desde el fondo de la noche canta

el límpido deseo murmurando en la acequia,

agua sobre la piedra taciturna.

Largamente exploraba, como un ciego,

la pasión musical de aquella casa,

la poesía del agua de la sierra

y en la terraza abierta a las galaxias

tu leve llanto silencioso, como un presagio y un atisbo

del universo que no tiene fin pero que tiene muerte.

Así la niña que era entonces compasión y testigo

se ha perdido entre sombras, en un camino sin estrellas,

se ha perdido en un bosque ignorado

por un sendero al que mi voz no llega

y de donde ella no vuelve.

¿Cómo pudo extraviársenos nuestra hermanita,

que quería con fe sobrevivirnos

en el temblor de la cascada

y en el granito roturado por las gubias del cielo?

Entonces ya no puedo convocarte,

tus ojos no me miran y tu nombre

se confunde con otros que pronuncian las hojas

en los susurros de la noche

allá en la sierra, bajo el luto

y el amor de San Marcos.

En el amanecer fresco y sonoro

el alto senescal iba a lavarse la cara en el torrente,

desplegando en palabras su ideal sabiduría;

el tordo errante andaba en las higueras

y salías al patio: tu vestido

prendido a medias sobre el pecho cándido,

un ligero rubor bajo los párpados

y un sonreír de sueños indecisos.

Y después, en la siesta incandescente,

cuando bordaban las abejas

el antiguo silencio que las cabras desgarran,

acaso me invitabas a conocer tu cuarto

aromado de sándalo y jazmines

pero atareado aún en tu perfume.

Allí, sueltos los nudos,

rodaba tu cabello sobre tus hombros libres,

sobre tu espalda pura, allí sin ruido

tu adolescencia se asombraba de mis dedos sedientos

y en la penumbra de las celosías y a salvo del futuro

se encendía en tu boca la honda miel del verano.

2014

Cristóbal

Todo aquel que camina, todo aquel

que atravesando el río ayuda a otros,

lleva a Cristo… Me acuerdo del gigante

de la leyenda. Un niño diminuto

(aún no era el alba) quiso que en sus hombros

rocosos lo llevase a la otra orilla.

“¿Podrás?” –le dijo. Se sonrió aquel hombre

y lo cargó. Pero pesaba tanto

como todas las culpas de este mundo

y en medio del torrente parecía

que era imposible continuar. La gente

en la margen segura se burlaba

del gigante abrumado y le auguraba

vergüenza y ruina. Con esfuerzo extremo

pudo llegar al fin al otro lado

y allí depositar al pasajero

misterioso. Ya a salvo, sin aliento,

le preguntó: “¿Quién eres tú, tan niño,

que vences con tu peso a quien te lleva?”

“Yo –dijo el niño, sonriendo apenas–

soy el día que ahora va a nacer”.

1966

Llueve: también está lloviendo en Gálvez

hace ya medio siglo, en una casa

perdida, en las veredas de ladrillo

donde un pájaro muestra el pecho abierto

rojo de una pedrada y ya sin vida.

Guillermo, Adriana y yo estaremos dentro

jugando, recortando figuritas

para pegar en los cuadernos. Viene

de la cocina olor a arroz con leche.

Llegará a mediodía de la fábrica

el padre con cansancio y con sonrisas

para nosotros. El gatito pide

permiso para entrar, y llueve tanto

que le abrimos. La lluvia sobre el techo

suena. Resuena el trueno. Y un relámpago

súbito alumbra la mañana oscura.

Quedó una pala ahí en el patio; el agua

le lavará la tierra del trabajo.

En la calle no hay nadie: algún vecino

si acaso, con paraguas y descalzo.

La madre nos reparte una caricia

y un pancito mojado en salsa tibia

de la olla. Nosotros no sabemos

que esto se perderá. Con inocencia

vemos la lluvia, el día, el gris del cielo;

y en la luz singular de cada hora

somos felices. Pero el tiempo pasa.

2019

Así he pasado por el mundo

En páginas de libros aún no escritos,

en pétalos que leves se entreabrían

bajo el velado sol de una selva lluviosa,

en los labios desnudos de una mujer dormida

se posaron mis labios.

No se posa la abeja en el estambre

con menos peso. El toronjil, la menta,

el tomillo, en la miel serrana ocultos,

no se insinúan en la boca pura

de una niña con menos insistencia.

Así he pasado por el mundo,

sin dejar otra huella que la que deja el tiempo

sobre sí mismo. Fui sólo una hebra

volátil del telar de aquella reina

que desteje de noche lo que teje

cada día… La Reina de la Vida.

Y hermoso es lo que fue si lo miramos

nimbado por el oro fatal de lo perdido.

Más hermoso es aún lo que pudo haber sido

en los pliegues del tiempo, lo que una vez soñamos.

Y aún más hermoso es siempre, aquí en tu casa,

el instante de amor que desearíamos

detener en su vértigo y que pasa.

El alma penitente

Con su vida quebrada,

con su extravío irremediable,

ante tus pies de peregrino, mi alma

no tiene voz, no tiene otra palabra

que su llanto, y derrama

su perfume preciado y se desliga

la oscura cabellera de pecado.

Te ha ungido en vida como se unge

a un cadáver para la sepultura,

te ha embalsamado con un bálsamo

que ella nunca querría recibir.

Mi alma nada te pide

–de ella lo sabes todo desde siempre–

y no se atreve a alzar los ojos

a los tuyos, Rabbí, pero aún espera

una palabra que la sane;

que, en medio de la sabia concurrencia

que la mira y la juzga,

la llames al perdón y la consueles,

que siempre por amor se ha equivocado.

La autora de la entrevista y su página

Información sobre Gilgamesh

«Gilgamesh: poesía y poéticas» promueve la reflexión crítica sobre el quehacer poético. Cada publicación incluirá, además de reseñas biográficas y bibliográficas, y selección de obra, una entrevista con quien ha participado. Pretendemos, así, desmentir a Platón, quien afirmaba que los poetas eran incapaces de dar cuenta de lo que expresaban («Comprendí enseguida que no se inspiraban sus composiciones en la sabiduría, sino en un cierto don y entusiasmo, semejante al de los adivinadores y profetas, que dicen muchas cosas bellas, pero no las comprenden. Así me pareció también el sentimiento de los poetas. Me di cuenta que, por esta causa, los poetas creen que son más inteligentes que los demás hombres, y no lo son: por ello, me alejé de estos»). Nuestra República es diferente: nuestros ciudadanos y ciudadanas, poetas, nos ayudarán a comprender mejor el «yo es otro» que gobierna sus palabras.