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21 de noviembre de 2024

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A 38 años de su muerte: La tumba de Borges

En el aniversario de su muerte rendimos homenaje a este gran autor con un texto escrito por un gran lector de su obra.

En el más aventurero y finalmente el más triste de mis peregrinajes –un viaje cuyo relato me atreví a titular, robando el hermoso título de Adolfo Bioy Casares, “El perjurio de la nieve”–, llegué con dos amigas íntimas a Ginebra, y allí pude ver la tumba de Borges. Nada más irreal que esta tumba, pensé al verla; si alguien está vivo en este mundo, es él; si hay una voz de mi tiempo que yo puedo suponer imperecedera, es la suya. A su literatura se le puede aplicar lo que él dijo de España: que participa de lo sustantivo y eterno. Ante una forma tan absoluta, suelo sentir lo que golpea el pecho al leer a Homero, a Dante o a Keats: siento que leo algo inmortal, algo que se parece al río y al espejo y al juego del ajedrez, que seguirán aquí cuando ya no estemos, que seguirán sonando, emocionando y admirando dentro de siglos, cuando quizá no quede el menor recuerdo de todo lo que hoy nos parece tan real, tan firme y tan áspero como la roca. El tiempo se lleva todo, menos el logos, la palabra viva.

Borges visitó Concordia, mi ciudad, en 1981. Vino a hablar sobre Mastronardi. Anciano, ciego, gris, su voz vacilante le impuso al atestado teatro un silencio lleno de magia. Yo era muy joven. Nunca, ni antes ni después, me tocó tan de cerca el sortilegio de una palabra. Hablaba para todos y para cada uno; era, sin proponérselo, un maestro auténtico; alguien que, dudando de todo, no dejaba resquicio para que dudáramos de él. Había, entre el público, gente con alguna lectura y gente sin ella: a todos respondió con igual seriedad y (no hay otra palabra) amor. Algún malévolo había ido allí con la absurda intención de ponerlo en aprietos; salió del teatro tan maravillado como el resto, si no más, vencido por la evidencia abrumadora de la poesía.

Se cumplen hoy treinta y cinco años de su muerte. Fue a morir a Ginebra, donde había pasado su adolescencia aprendiendo a amar a Virgilio y leyendo a Hugo, a Heine, a Gustav Meyrink y quizá a todos los libros que merecen ser leídos; incluso, algunos que nunca existieron, pero que existen ahora, como El acercamiento a Almotásim, de Mir Bahadur Alí, The Secret Mirror, de Herbert Quain, y el Quijote, de Pierre Menard. La historia oficial de Irlanda no se acuerda de Fergus Kilpatrick, pero sí nosotros; y lo recordaremos siempre, porque tuvo el singular destino de ser sucesivamente, en ese orden, un traidor y un héroe. Nadie, en Fray Bentos, se cruzó nunca con Ireneo Funes, pero nosotros lo conocemos de memoria. Rosendo Juárez sigue visitando cierto bar de San Telmo, absorto en sus recuerdos, ante su copita vacía. La literatura checa no registra el nombre de Jaromir Hladík, pero en cierto modo todos nos llamamos así, porque nos enfrentamos, todos los días, a un pelotón de fusilamiento que por ahora está inmóvil, pero que fatalmente recibirá la orden de fuego.

La existencia trae y se lleva muchas cosas; lo que la poesía nos da se queda para siempre. La poesía da y ya no quita lo dado. La trágica erosión de los años se llevará incluso los rasgos de Beatriz; un día habremos olvidado aquella cara cuya belleza nos parecía un suplicio; morimos muchas veces antes de morir, aun sin ser del todo cobardes. Por eso consuela el contacto, así sea momentáneo, con lo perdurable: un cuento que podrá conmover, un poema que sabrá emocionar a sus lectores, quizá, cuando Roma sea polvo. Ya es polvo y ruinas la Roma de Horacio, pero Horacio no muere. Yo experimento gratitud hacia quienes nos dan esa plausible certeza, en el íntimo silencio de la lectura, porque acaso no haya felicidad más duradera. Algo sigiloso se queda allí, esperando otros ojos, cuando cerramos el libro, y se queda en nosotros, poblando nuestra soledad, cuando nos despuebla la vida.

Alejandro Bekes Concordia, 14 de junio de 2021

Agradecimiento: Al escritor Alejandro Bekes