El rosal
El recuerdo, la remembranza de los muertos queridos es, acaso, como un onírico túnel del tiempo, por el cual se fluye sugestivamente, casi a la deriva, deteniéndose aquí y allá para contemplar algún suceso, alguna vivencia, alguna escena notables. ¡Qué mosaico de visiones! ¡Qué de registros y agitarse de aguas dormidas! Allí el anecdotario, allí la mística y la historia…, quizá el ancestro o el personaje, la lágrima a solas o la sonrisa melancólica…
Era genuina hechura de la tierra, como el olor que se desprende de ella con la lluvia
La abuela de Diego se marchó hace un tiempo. ¡Abuela! ¡La Abuela! En el romántico espíritu del enfermo vuelve a alentar, con toques casi quijotescos, la figura flaca y huesuda, enjuta de rostro, a lomos del Rocinante de su suerte dura y la hidalguía de su denuedo. Porque Madre nunca omite incluir, en las estampas sobre su propia infancia campesina en la chacra recia, citas contundentes sobre la operatividad fabulosa de la Abuela, sobre su ánimo invencible. Era genuina hechura de la tierra, como el olor que se desprende de ella con la lluvia; ella empíricamente sabía de cultivos, de tiempos de sembrar y cosechar, de aparejos, de plantas y animales. Y cuando las circunstancias los reunieron a todos –madre, abuela y nietos- en la ciudad, bajo un mismo techo, ella tomó cabal posesión de los territorios posteriores, adornó el patio con una flora multiforme, repartida en tarros y macetas, e instaló un jardín y un huerto modestos.
El Teatro del Acaecer trajo luego sus caídas de telón y sus cambios de decorado. Desaparecieron el gran árbol de paraíso y el empinado olivo que antes había mutilado un rayo; ralearon los tiestos, amarilleó el jardín y el huerto se redujo para dar paso a la maleza –pero la retina de Diego con aquella ristra de calabazas, por donosa y prolífica…-. Es que, presa gradual de la artrosis, vióse forzada la ninfa a descuidar cada vez más sus dominios; luchó aún con porfía, carpiendo todo el terreno con una pequeña silla por prótesis, hasta la postración y la quietud definitivas…
En Diego afloran estas evocaciones –que pecan quizá de ornamentales- gracias a un hecho periódico y curioso. Abuela, hace… ¿veinte?, ¿treinta años…? plantó un rosal. El retoño asomó, estiró hacia el sol su erizado ramaje, y pronto se atavió con sus colores ardientes y sutiles. Atrajo sobre sí todos los mimos. La mano experta de Abuela sabía regarlo, podarlo, curarlo, abonarlo…, todo un arte botánico, en suma, con su oficio y su estro. (¡Quién sabe si no había ella descubierto, en este empeño, un medio de trascender; lo mismo descubrió –consientan la analogía- el primer ser humano que comenzó a garabatear en las paredes de su caverna…!). La relación, en fin, se prolongó felizmente, hasta que el Teatro del Acaecer, en otra de sus mudanzas, esfumó puntualmente la silueta de uno de sus actores.
Y he aquí lo misteriosos: ha pasado un lustro y medio, el plantío de La Abuela ha seguido decayendo, pero el rosal…, el rosal, pese a la ausencia de su custodia…, el rosal, pese a las alusiones agoreras de Madre…, el rosal, el pobre y tímido rosal, ha venido prodigándose, de un tiempo a esta parte, en una andanada de floraciones rozagantes y espléndidas. Sucédense febrilmente, con apremio; cada nueva ofrenda es más generosa y fulgente. No, no se puede explicar; a la vez extasía y sorprende. Madre, a veces, echa mano de este joyelero para algún solemne dispendio por el cementerio; y es ella misma quien, bromeando y riéndose, da una respuesta en su estribillo: “¡Mamá! ¡Abuela! ¡Es La Abuela la que, desde el Cielo, hace germinar las rosas…!”
Diego ríe también, por cortesía; pero allá, en lo hondo, se queda serio…, pensando, pensando…
Autor: Hugo Chaves
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