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Toda la sociedad de consumo contemporánea, un mundo lleno de intereses creados, de necesidades innecesarias establece que la actitud adecuada para contrarrestar el miedo a perder es tener más. O sea: buscar seguridades externas, acumular bienes confortables, tener actividades más rentables. Por ejemplo: tener más hijos, más dinero en el banco, más relaciones sexuales, más músculos, más cosas, más todo…
Pero esta decisión lleva a caer en “la carrera de la rata”, un círculo que cada vez se cierra más.
¿Cuál es la actitud adecuada para enfrentar el miedo a las pérdidas? ¿Cómo superar toda esta gama de miedos que se resume en el miedo a perder?
En la sabiduría de las culturas antiguas, dice Roberto Pérez, jamás se hubiera pensado que el tener fuera la solución. La verdadera respuesta a este miedo era el DESARROLLO DEL SER y hasta hoy sigue siéndolo.
Esto significa que debemos atender nuestra interioridad: conocernos más profundamente, buscar el fundamento y la razón de nuestras vidas, alimentarnos intelectual, afectiva y espiritualmente para afirmarnos como personas. Invertir tiempo y dedicación en nuestro crecimiento y desarrollo personal es la manera de combatir el miedo a perder.
El elemento que se asocia con esta etapa es la luz. Es importante ponerle claridad a las convicciones, a la confianza personal y al compromiso con la vida. Es decir, ponerle luz a nuestros pensamientos, sentimientos y acciones. Esto conduce a alcanzar una mayor integridad y a encontrarnos con nosotros mismos. Como adultos podemos ser “verdaderos faros”, guiando e iluminando a nuestros hijos; en la adolescencia, dándoles seguridad y, en la juventud, contagiándoles nuestra manera creativa de seguir superándonos día a día.
En las antiguas culturas solares, dice Roberto Pérez, donde la luz del sol favorecía procesos espirituales a través de iniciaciones, la comunidad daba gran importancia a retiros de silencio para que cada miembro pudiera lograr su encuentro personal. Hoy en día el “a-puro”, o sea, la ausencia de pureza (el vértigo que intoxica), impide el silencio y la verdadera “sol-edad”, creando un vacío existencial que se tapa a través del consumismo, el tener más y más.
Experimentar la solidaridad permite el crecimiento espiritual, la satisfacción y la paz interior
En esta etapa de la vida, las personas tienen que alcanzar un nivel de conciencia basado en la unidad. Es un tiempo para dejar de pensar en singular y hacerlo en plural. No soy, sino que somos. La conciencia comunitaria, entendida como una actitud solidaria y fraternal, es el aprendizaje central que permitirá que, en la siguiente etapa, a partir de los 42 años, cada uno transforme el mundo que lo rodea.
La comunión no solo con otros seres humanos sino con todo lo que nos rodea como parte de nuestra existencia. Si vemos un animal maltratado o abandonado entenderemos que es un mensaje para que reaccionemos y lo que se hagamos por él, lo estamos haciendo por toda la creación de la que somos parte. El individualismo es una enfermedad de la conciencia colectiva que, cuando afecta a la conciencia personal, se denomina egoísmo. Este es el mal más importante que debemos combatir como cultura y, en especial, en esta etapa de la vida. Todo el resto de nuestras vidas quedará marcado por este nivel de conciencia de la unidad que se manifiesta en dos actitudes fundamentales: la gratitud y la alegría.
Dime cuánto agradeces y te diré cómo vives
El agradecimiento es la manifestación de una vida consciente de que todo nos es dado, nada nos pertenece, somos pasajeros de la vida misma. Somos parte responsable de una unidad que nos cobija, nos nutre y nos permite evolucionar. Todo, la naturaleza y las personas, forman una red; en ella, tenemos la responsabilidad de cuidar a todos los seres. El hombre agradecido es bien nacido. No se trata de cortesías, sino de agradecer por el aire, la tierra, el agua; agradecer por lo que tengo y me es dado. Quien conoce la verdad sonríe. La alegría es la manifestación de la verdadera sabiduría. El psicólogo Erik Erikson decía: “La sabiduría no deriva de acumular conocimientos, sino de experiencias de vida bien digeridas”.
Los hijos guardan e imitan consciente o inconscientemente más lo que ven que lo que dicen los padres. No se trata de mostrarles a los hijos todo el tiempo felicidad y alegría, sino cómo se disfruta de los momentos felices y cuánto se aprende de aquellas experiencias dolorosas y de las caídas de la vida. El agradecimiento y la sonrisa —como actitud de vida–es demostrar a los jóvenes que, como adultos, hemos aprendido “el arte del vivir”.
El sentido físico, en esta etapa de la vida, es el auditivo. Desde los 28 años comienza un tiempo fundamental de escucha en varios sentidos.
Escucharme: atender mi interior, lo que siento y lo que me pasa, no tapar, no justificar, darnos cuenta de lo que no nos gusta de nosotros mismos, prestar atención a nuestro “niño interior”, que es lo más natural y espontáneo de nuestra conciencia.
Escucharnos: el arte de dialogar no significa hablar mucho, sino lograr que cada uno se sienta escuchado. En la convivencia, el termómetro del nivel de madurez se mide en la medida en que cada integrante se siente atendido y comprendido.
Saber estar a la escucha es una actitud del alma que se abre para tratar de entender algo más profundo.
Para incorporar este concepto de la importancia de escuchar, la novela Momo de Michael Ende es la gran recomendada, para leer inclusive con los niños y adolescentes.
Hacia los 42 años, cerrando este ciclo, el arte de escuchar será la clave para el resto de nuestra vida. Se puede vivir desde el saber o desde el aprender. Dos actitudes frente a la vida que nos permiten quedarnos o evolucionar. El que vive desde el saber no se hace preguntas ni escucha porque lo cree saber todo, el que vive desde el aprender ve en todo y en todos una permanente fuente de conocimiento nuevo. Allí yace el secreto.
Gracias por leer comentario!
Que reflexiones profundas para estos tiempos tan difíciles.